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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

De este cerebro primitivo -el tallo encefálico-
emergieron los centros emocionales que, millones de años
más tarde, dieron lugar al cerebro pensante -o
«neocórtex»- ese gran bulbo de tejidos
replegados sobre sí que configuran el estrato superior del
sistema nervioso. El hecho de que el cerebro emocional sea muy
anterior al racional y que éste sea una derivación
de aquél, revela con claridad las auténticas
relaciones existentes entre el pensamiento y el
sentimiento.

La raíz más primitiva de nuestra vida
emocional radica en el sentido del olfato o, más
precisamente, en el lóbulo olfatorio, ese conglomerado
celular que se ocupa de registrar y analizar los olores. En
aquellos tiempos remotos el olfato fue un órgano sensorial
clave para la supervivencia, porque cada entidad viva, ya sea
alimento, veneno, pareja sexual, predador o presa, posee una
identificación molecular característica que puede
ser transportada por el viento.

A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a
desarrollarse los centros más antiguos de la vida
emocional, que luego fueron evolucionando hasta terminar
recubriendo por completo la parte superior del tallo
encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro
olfatorio estaba compuesto de unos pocos estratos neuronales
especializados en analizar los olores. Un estrato celular se
encargaba de registrar el olor y de clasificarlo en unas pocas
categorías relevantes (comestible, tóxico,
sexualmente disponible, enemigo o alimento) y un segundo estrato
enviaba respuestas reflejas a través del sistema nervioso
ordenando al cuerpo las acciones que debía llevar a cabo
(comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar).

Con la aparición de los primeros mamíferos
emergieron también nuevos estratos fundamentales en el
cerebro emocional. Estos estratos rodearon al tallo
encefálico a modo de una rosquilla en cuyo hueco se aloja
el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve
y rodea al tallo encefálico se le denominó sistema
«límbico», un término derivado del
latín limbus, que significa «anillo».
Este nuevo territorio neural agregó las emociones
propiamente dichas al repertorio de respuestas del
cerebro."

Cuando estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando
el amor nos enloquece o el miedo nos hace retroceder, nos
hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema
límbico.

La evolución del sistema límbico puso a
punto dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria,
dos avances realmente revolucionarios que permitieron ir
más allá de las reacciones automáticas
predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las
cambiantes exigencias del medio, favoreciendo así una toma
de decisiones mucho más inteligente para la supervivencia.
Por ejemplo, si un determinado alimento conducía a la
enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo.
Decisiones como la de saber qué ingerir y qué
expulsar de la boca seguían todavía determinadas
por el olor y las conexiones existentes entre el bulbo olfatorio
y el sistema límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea
de diferenciar y reconocer los olores, comparar el olor presente
con los olores pasados y discriminar lo bueno de lo malo, una
tarea llevada a cabo por el «rinencéfalo» -que
literalmente significa «el cerebro nasal»- una parte
del circuito limbico que constituye la base rudimentaria del
neocórtex, el cerebro pensante.

Hace unos cien millones de años, el cerebro de
los mamíferos experimentó una transformación
radical que supuso otro extraordinario paso adelante en el
desarrollo del intelecto, y sobre el delgado córtex de dos
estratos se asentaron los nuevos estratos de células
cerebrales que terminaron configurando el neocórtex (la
región que planifica, comprende lo que se siente y
coordina los movimientos).

El neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que el
de cualquier otra especie, ha traído consigo todo lo que
es característicamente humano. El neocórtex es el
asiento del pensamiento y de los centros que integran y procesan
los datos registrados por los sentidos. Y también
agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre
él y nos permitió tener sentimientos sobre las
ideas, el arte, los símbolos y las
imágenes.

A lo largo de la evolución, el neocórtex
permitió un ajuste fino que sin duda habría de
suponer una enorme ventaja en la capacidad del individuo para
superar las adversidades, haciendo más probable la
transmisión a la descendencia de los genes que
contenían la misma configuración neuronal. La
supervivencia de nuestra especie debe mucho al talento del
neocórtex para la estrategia, la planificación a
largo plazo y otras estrategias mentales, y de él proceden
también sus frutos más maduros: el arte, la
civilización y la cultura.

Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a
matizar la vida emocional. Tomemos, por ejemplo, el amor. Las
estructuras límbicas generan sentimientos de placer y de
deseo sexual (las emociones que alimentan la pasión
sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus
conexiones con el sistema limbico permitió el
establecimiento del vinculo entre la madre y el hijo, fundamento
de la unidad familiar y del compromiso a largo plazo de criar a
los hijos que posibilita el desarrollo del ser humano. En las
especies carentes de neocórtex -como los reptiles, por
ejemplo- el afecto materno no existe y los recién nacidos
deben ocultarse para evitar ser devorados por la madre. En el ser
humano, en cambio, los vínculos protectores entre padres e
hijos permiten disponer de un proceso de maduración que
perdura toda la infancia, un proceso durante el cual el cerebro
sigue desarrollándose.

A medida que ascendemos en la escala filogenética
que conduce de los reptiles al mono rhesus y, desde ahí,
hasta el ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex,
un incremento que supone también una progresión
geométrica en el número de interconexiones
neuronales. Y además hay que tener en cuenta que, cuanto
mayor es el número de tales conexiones, mayor es
también la variedad de respuestas posibles. El
neocórtex permite, pues, un aumento de la sutileza y la
complejidad de la vida emocional como, por ejemplo, tener
sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de
interconexiones existentes entre el sistema límbico y el
neocórtex es superior en el caso de los primates al del
resto de las especies, e infinitamente superior todavía en
el caso de los seres humanos; un dato que explica el motivo por
el cual somos capaces de desplegar un abanico mucho más
amplio de reacciones -y de matices- ante nuestras emociones.
Mientras que el conejo o el mono rhesus sólo dispone de un
conjunto muy restringido de respuestas posibles ante el miedo, el
neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico
de respuestas mucho más maleable, en el que cabe incluso
llamar al 091. Cuanto más complejo es el sistema social,
más fundamental resulta esta flexibilidad; y no hay mundo
social más complejo que el del ser humano." Pero el hecho
es que estos centros superiores no gobiernan la totalidad de la
vida emocional porque, en los asuntos decisivos del
corazón -y, más especialmente, en las situaciones
emocionalmente críticas-, bien podríamos decir que
delegan su cometido en el sistema limbico. Las ramificaciones
nerviosas que extendieron el alcance de la zona limbica son
tantas, que el cerebro emocional sigue desempeñando un
papel fundamental en la arquitectura de nuestro sistema nervioso.
La región emocional es el sustrato en el que creció
y se desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante y sigue
estando estrechamente vinculada con él por miles de
circuitos neuronales. Esto es precisamente lo que confiere a los
centros de la emoción un poder extraordinario para influir
en el funcionamiento global del cerebro (incluyendo, por cierto,
a los centros del pensamiento).

2. ANATOMÍA DE UN SECUESTRO
EMOCIONAL

La vida es una comedia para quienes
piensan y una tragedia para quienes sienten. Horace
Walpole.

Era una calurosa tarde de agosto del año 1963, la
misma en que el reverendo Martin Luther King, jr. pronunciara en
Washington aquella famosa conferencia que comenzó con la
frase «Hoy tuve un sueño» ante los
manifestantes de la marcha en pro de los derechos civiles.
Aquella tarde, Richard Robles, un delincuente habitual condenado
a tres años de prisión por los más de cien
robos que había llevado a cabo para mantener su
adicción a la heroína y que, por aquel entonces, se
hallaba en libertad condicional, decidió robar por
última vez. Según declaró posteriormente,
había tomado la decisión de dejar de robar pero
necesitaba desesperadamente dinero para su amiga y para su hija
de tres años de edad.

El lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York
que Robles eligió para aquella ocasión
pertenecía a dos jóvenes mujeres, Janice Wylie,
investigadora de la revista Newsweek, de veintiún
años, y Emily Hoffert, de veintitrés años de
edad y maestra en una escuela primaria. Robles creía que
no había nadie en casa pero se equivocó y. una vez
dentro, se encontró con Wylie y se vio obligado a
amenazarla con un cuchillo y amordazaría, y lo mismo tuvo
que hacer cuando, a punto de salir, tropezó con
Hoffert.

Según contó años más tarde,
mientras estaba amordazando a Hoffert, Janice Wylie le
aseguró que nunca lograría escapar porque ella
recordaría su rostro y no cejaría hasta que la
policía diera con él. Robles, que se había
jurado que aquél sería su último robo,
entró entonces en pánico y perdió
completamente el control de sí mismo. Luego, en pleno
ataque de locura, golpeó a las dos mujeres con una botella
hasta dejarlas inconscientes y, dominado por la rabia y el miedo,
las apuñaló una y otra vez con un cuchillo de
cocina. Veinticinco años más tarde, recordando el
incidente, se lamentaba diciendo: «estaba como loco. Mi
cabeza simplemente estalló».

Durante todo este tiempo Robles no ha dejado de
arrepentirse de aquel arrebato de violencia. Hoy en día,
treinta años más tarde, sigue todavía en
prisión por lo que ha terminado conociéndose como
«el asesinato de las universitarias».

Este tipo de explosiones emocionales constituye una
especie de secuestro neuronal. Según sugiere la evidencia,
en tales momentos un centro del sistema limbico declara el estado
de urgencia y recluta todos los recursos del cerebro para llevar
a cabo su impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un
instante y desencadena una reacción decisiva antes incluso
de que el neocórtex -el cerebro pensante- tenga siquiera
la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está
ocurriendo, y mucho menos todavía de decidir si se trata
de una respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de
secuestros es que, pasado el momento crítico, el sujeto no
sabe bien lo que acaba de ocurrir.

Hay que decir también que estos secuestros no
son, en modo alguno, incidentes aislados y que tampoco suelen
conducir a crímenes tan detestables como «el
asesinato de las universitarias».

En forma menos drástica, aunque no, por ello,
menos intensa, se trata de algo que nos sucede a todos con cierta
frecuencia. Recuerde, sin ir más lejos, la última
ocasión en la que usted mismo «perdió el
control de la situación
» y explotó ante
alguien -tal vez su esposa. su hijo o el conductor de otro
vehículo- con una intensidad que retrospectivamente
considerada, le pareció completamente desproporcionada. Es
muy probable que aquél también fuera un secuestro,
un golpe de estado neural que, como veremos, se origina en la
amígdala, uno de los centros del cerebro
límbico.

Pero no todos los secuestros límbicos son tan
peligrosos porque cuando por ejemplo, alguien sufre un ataque de
risa, también se halla dominado por una reacción
límbica, y lo mismo ocurre en los momentos de intensa
alegría. Cuando Dan Jansen, tras varios intentos
infructuosos de conseguir una medalla de oro olímpica en
la modalidad de patinaje sobre hielo (que, por cierto,
había prometido alcanzar, en su lecho de muerte, a su
moribunda hermana) logró finalmente alcanzar su objetivo
en la carrera de mil metros de la Olimpiada de Invierno de 1994
en Noruega, la excitación y la euforia que
experimentó su esposa fue tal, que tuvo que ser asistida
de urgencia por el equipo médico junto a la misma pista de
patinaje.

LA SEDE DE TODAS LAS PASIONES

La amígdala del ser humano es una
estructura relativamente grande en comparación con la de
nuestros parientes evolutivos, los primates. Existen, en
realidad, dos amígdalas que constituyen un conglomerado de
estructuras interconectadas en forma de almendra (de ahí
su nombre, un término que se deriva del vocablo griego que
significa «almendra»), y se hallan encima
del tallo encefálico, cerca de la base del anillo limbico,
ligeramente desplazadas hacia delante.

El hipocampo y la amígdala fueron dos piezas
clave del primitivo «cerebro olfativo» que, a lo
largo del proceso evolutivo, terminó dando origen al
córtex y posteriormente al neocórtex. La
amígdala está especializada en las cuestiones
emocionales y en la actualidad se considera como una estructura
limbica muy ligada a los procesos del aprendizaje y la
memoria. La interrupción de las conexiones
existentes entre la amígdala y el resto del cerebro
provoca una asombrosa ineptitud para calibrar el significado
emocional de los acontecimientos, una condición que a
veces se llama «ceguera
afectiva
».

A falta de toda carga emocional, los encuentros
interpersonales pierden todo su sentido. Un joven cuya
amígdala se extirpó quirúrgicamente
para evitar que sufriera ataques graves perdió todo
interés en las personas y prefería sentarse a
solas, ajeno a todo contacto humano. Seguía siendo
perfectamente capaz de mantener una conversación, pero ya
no podía reconocer a sus amigos íntimos, a sus
parientes ni siquiera a su misma madre, y permanecía
completamente impasible ante la angustia que les producía
su indiferencia. La ausencia funcional de la amígdala
parecía impedirle todo reconocimiento de los sentimientos
y todo sentimiento sobre sus propios sentimientos. La
amígdala constituye, pues, una especie de
depósito de la memoria emocional
y, en consecuencia,
también se la puede considerar como un depósito de
significado. Es por ello por lo que una vida sin amígdala
es una vida despojada de todo significado personal.

Pero la amígdala no sólo está
ligada a los afectos sino que también está
relacionada con las pasiones. Aquellos animales a los que se les
ha seccionado o extirpado quirúrgicamente la
amígdala carecen de sentimientos de miedo y de rabia,
renuncian a la necesidad de competir y de cooperar, pierden toda
sensación del lugar que ocupan dentro del orden social y
su emoción se halla embotada y ausente. El llanto, un
rasgo emocional típicamente humano, es activado por la
amígdala y por una estructura próxima a ella, el
gyrus cingulatus. Cuando uno se siente apoyado,
consolado y confortado, esas mismas regiones cerebrales se ocupan
de mitigar los sollozos pero, sin amígdala, ni siquiera es
posible el desahogo que proporcionan las
lágrimas.

Joseph LeDoux, un neurocientífico del Center for
Neural Science de la Universidad de Nueva York, fue el primero en
descubrir el Importante papel desempeñado por la
amígdala en el cerebro emocional. LeDoux forma parte de
una nueva hornada de neurocientíficos que, utilizando
métodos y tecnologías innovadoras, se han dedicado
a cartografiar el funcionamiento del cerebro con un nivel de
precisión anteriormente desconocido que pone al
descubierto misterios de la mente inaccesibles para las
generaciones anteriores. Sus descubrimientos sobre los circuitos
nerviosos del cerebro emocional han llegado a desarticular las
antiguas nociones existentes sobre el sistema límbico,
asignando a la amígdala un papel central y otorgando a
otras estructuras límbicas funciones muy
diversas.

La investigación llevada a cabo por LeDoux
explica la forma en que la amígdala asume el control
cuando el cerebro pensante, el neocórtex, todavía
no ha llegado a tomar ninguna decisión.

Como veremos, el funcionamiento de la
amígdala y su interrelación con el neocórtex
constituyen el núcleo mismo de la inteligencia
emocional.

EL REPETIDOR NEURONAL

Los momentos más interesantes para comprender el
poder de las emociones en nuestra vida mental son aquéllos
en los que nos vemos inmersos en acciones pasionales de las que
más tarde, una vez que las aguas han vuelto a su cauce,
nos arrepentimos.

¿Cómo podemos volvemos irracionales con
tanta facilidad? Tomemos, por ejemplo, el caso de una joven que
condujo durante un par de horas para ir a Boston y almorzar y
pasar el día con su novio. Durante la comida él le
regaló un cartel español muy difícil de
encontrar y por el que había estado suspirando desde hacia
meses. Pero todo pareció desvanecerse cuando ella le
sugirió que fueran al cine y él respondió
que no podían pasar el día juntos porque
tenía entrenamiento de béisbol. Dolida y recelosa,
nuestra amiga rompió entonces a llorar, salió del
café y arrojó el cartel a un cubo de la basura.
Meses más tarde, recordando el incidente, estaba
más arrepentida por la pérdida del cartel que por
haberse marchado con cajas destempladas.

No hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto el
papel esencial desempeñado por la amígdala cuando
los sentimientos impulsivos desbordan la razón. Una de las
funciones de la amígdala consiste en escudriñar las
percepciones en busca de alguna clase de amenaza. De este modo,
la amígdala se convierte en un importante
vigía de la vida mental, una especie de centinela
psicológico que afronta toda situación
, toda
percepción, considerando una sola cuestión, la
más primitiva de todas: «¿Es algo que odio?
¿Que me pueda herir? ¿A lo que temo?» En el
caso de que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa, la
amígdala reaccionará al momento poniendo en
funcionamiento todos sus recursos neurales y cablegrafiando un
mensaje urgente a todas las regiones del cerebro.

En la arquitectura cerebral, la amígdala
constituye una especie de servicio de vigilancia dispuesto a
alertar a los bomberos, la policía y los vecinos ante
cualquier señal de alarma. En el caso de que, por ejemplo,
suene la alarma de miedo, la amígdala envía
mensajes urgentes a cada uno de los centros fundamentales del
cerebro, disparando la secreción de las hormonas
corporales que predisponen a la lucha o a la huida, activando los
centros del movimiento y estimulando el sistema cardiovascular,
los músculos y las vísceras: La
amígdala también es la encargada de activar
la secreción de dosis masivas de noradrenalina, la hormona
que aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave.
entre las que destacan aquéllas que estimulan los sentidos
y ponen el cerebro en estado de alerta. Otras señales
adicionales procedentes de la amígdala también se
encargan de que el tallo encefálico inmovilice el rostro
en una expresión de miedo, paralizando al mismo tiempo
aquellos músculos que no tengan que ver con la
situación, aumentando la frecuencia cardiaca y la
tensión sanguínea y enlenteciendo la
respiración. Otras señales de la amígdala
dirigen la atención hacia la fuente del miedo y
predisponen a los músculos para reaccionar en
consecuencia. Simultáneamente los sistemas de la memoria
cortical se imponen sobre cualquier otra faceta de pensamiento en
un intento de recuperar todo conocimiento que resulte relevante
para la emergencia presente.

Estos son algunos de los cambios cuidadosamente
coordinados y orquestados por la amígdala en su
función rectora del cerebro (véase el
apéndice C para tener una visión más
detallada a este respecto). De este modo, la extensa red de
conexiones neuronales de la amígdala permite,
durante una crisis emocional, reclutar y dirigir una gran parte
del cerebro, incluida la mente racional.

EL CENTINELA EMOCIONAL

Un amigo me contó que, hace unos años, se
hallaba de vacaciones en Inglaterra almorzando en la terraza de
un café ubicado junto a un canal. Luego dio un paseo por
la orilla del canal cuando de pronto, vio a una niña que
miraba aterrada el agua. Antes de poder formarse una idea clara y
darse cuenta de lo que pasaba, ya había saltado al canal,
sin quitarse la chaqueta ni los zapatos. Sólo una vez en
el agua comprendió que la chica miraba a un niño
que estaba ahogándose y a quien finalmente pudo terminar
rescatando.

¿Qué fue lo que le hizo saltar al agua
antes incluso de darse cuenta del motivo de su reacción?
La respuesta, en mi opinión, hay que buscarla en la
amígdala.

En uno de los descubrimientos más interesantes
realizados en la última década sobre la
emoción, LeDoux descubrió el papel privilegiado que
desempeña la amígdala en la dinámica
cerebral como una especie de centinela emocional capaz de
secuestrar al cerebro. Esta investigación ha demostrado
que la primera estación cerebral por la que pasan las
señales sensoriales procedentes de los ojos o de los
oídos es el tálamo y, a partir de ahí y a
través de una sola sinapsis, la amígdala. Otra
vía procedente del tálamo lleva la señal
hasta el neocórtex, el cerebro pensante. Esa
ramificación permite que la amígdala
comience a responder antes de que el neocórtex haya
ponderado la información a través de diferentes
niveles de circuitos cerebrales, se aperciba plenamente de lo que
ocurre y finalmente emita una respuesta más adaptada a la
situación.

La investigación realizada por LeDoux constituye
una auténtica revolución en nuestra
comprensión de la vida emocional que revela por vez
primera la existencia de vías nerviosas para los
sentimientos que eluden el neocórtex. Este circuito
explicaría el gran poder de las emociones para desbordar a
la razón porque los sentimientos que siguen este camino
directo a la amígdala son los más intensos y
primitivos.

Hasta hace poco, la visión convencional de la
neurociencia ha sido que el ojo, el oído y otros
órganos sensoriales transmiten señales al
tálamo y. desde ahí, a las regiones del
neocórtex encargadas de procesar las impresiones
sensoriales y organizarlas tal y como las percibimos. En el
neocórtex, las señales se interpretan para
reconocer lo que es cada objeto y lo que significa su presencia.
Desde el neocórtex -sostiene la vieja teoría– las
señales se envían al sistema límbico y,
desde ahí, las vías eferentes irradian las
respuestas apropiadas al resto del cuerpo. Ésta es la
forma en la que funciona la mayor parte del tiempo, pero LeDoux
descubrió, junto a la larga vía neuronal que va al
córtex, la existencia de una pequeña estructura
neuronal que comunica directamente el tálamo con la
amígdala. Esta vía secundaria y más corta
-una especie de atajo- permite que la amígdala reciba
algunas señales directamente de los sentidos y emita una
respuesta antes de que sean registradas por el
neocórtex.

Este descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua
noción de que la amígdala depende de las
señales procedentes del neocórtex para formular su
respuesta emocional a causa de la existencia de esta vía
de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional
gracias un circuito reverberante paralelo que conecta la
amígdala con el neocórtex. Por ello la
amígdala puede llevarnos a actuar antes incluso de que el
más lento -aunque ciertamente más informado-
neocórtex despliegue sus también más
refinados planes de acción.

El hallazgo de LeDoux ha transformado la noción
prevalente sobre los caminos seguidos por las emociones a
través de su investigación del miedo en los
animales. En un experimento concluyente, LeDoux destruyó
el córtex auditivo de las ratas y luego las expuso a un
sonido que iba acompañado de una descarga
eléctrica. Las ratas no tardaron en aprender a temer el
sonido. aun cuando su neocórtex no llegara a registrarlo.
En este caso, el sonido seguía la ruta directa del
oído al tálamo y, desde allí, a la
amígdala, saltándose todos los circuitos
principales. Las ratas, en suma, habían aprendido una
reacción emocional sin la menor implicación de las
estructuras corticales superiores. En tal caso, la
amígdala percibía, recordaba y orquestaba el miedo
de una manera completamente independiente de toda
participación cortical. Según me dijo LeDoux:
«anatómicamente hablando, el sistema emocional
puede actuar independientemente del neocórtex. Existen
ciertas reacciones y recuerdos emocionales que tienen lugar sin
la menor participación cognitiva
consciente
».

La amígdala puede albergar y activar repertorios
de recuerdos y de respuestas que llevamos a cabo sin que nos
demos cuenta del motivo por el que lo hacemos, porque el atajo
que va del tálamo a la amígdala deja completamente
de lado al neocórtex. Este atajo permite que la
amígdala sea una especie de almacén de las
impresiones y los recuerdos emocionales de los que nunca hemos
sido plena. Una señal visual va de la retina al
tálamo, en donde se traduce al lenguaje del cerebro. La
mayor parte de este mensaje va después al cortex visual,
en donde se analiza y evalúa en busca de su significado
para emitir la respuesta apropiada. Si esta respuesta es
emocional, una señal se dirige a la amígdala para
activar los centros emocionales, pero una pequeña
porción de la señal original va directamente desde
el tálamo a la amígdala por una vía
más corta, permitiendo una respuesta más
rápida (aunque ciertamente también más
imprecisa).

De este modo la amígdala puede desencadenar una
respuesta antes de que los centros corticales hayan comprendido
completamente lo que está ocurriendo.

RESPUESTA DE LUCHA O HUIDA

Aumento de la frecuencia cardiaca y de la tensión
arterial. La musculatura larga se prepara para responder
rápidamente.

mente conscientes. ¡Y LeDoux afirma que es
precisamente el papel subterráneo desempeñado por
la amígdala en la memoria el que explica, por ejemplo, un
sorprendente experimento en el que las personas adquirieron una
preferencia por figuras geométricas extrañas cuyas
imágenes habían visto previamente a tal velocidad
que ni siquiera les había permitido ser conscientes de
ellas!. Otra investigación ha demostrado que, durante los
primeros milisegundos de cualquier percepción, no
sólo sabemos inconscientemente de qué se trata sino
que también decidimos si nos gusta o nos desagrada. De
este modo, nuestro «inconsciente cognitivo»
no sólo presenta a nuestra conciencia la identidad de lo
que vemos sino que también le ofrece nuestra propia
opinión al respecto. Nuestras emociones tienen una mente
propia, una mente cuyas conclusiones pueden ser completamente
distintas a las sostenidas por nuestra mente racional.

EL ESPECIALISTA EN LA MEMORIA
EMOCIONAL

Las opiniones inconscientes son recuerdos emocionales
que se almacenan en la amígdala. La
investigación llevada a cabo por LeDoux y otros
neurocientíficos parece sugerir que el hipocampo -que
durante mucho tiempo se había considerado como la
estructura clave del sistema límbico- no tiene tanto que
ver con la emisión de respuestas emocionales como con el
hecho de registrar y dar sentido a las pautas perceptivas. La
principal actividad del hipocampo consiste en proporcionar una
aguda memoria del contexto, algo que es vital para el significado
emocional. Es el hipocampo el que reconoce el diferente
significado de, pongamos por caso, un oso en el zoológico
y un oso en el jardín de su casa.

Y si el hipocampo es el que registra los hechos puros,
la amígdala, por su parte, es la encargada de
registrar el clima emocional que acompaña a estos
hechos. Si, por ejemplo, al tratar de adelantar a un coche en una
vía de dos carriles estimamos mal las distancias y tenemos
una colisión frontal, el hipocampo registra los detalles
concretos del accidente, qué anchura tenía la
calzada, quién se hallaba con nosotros y qué
aspecto tenía el otro vehículo. Pero es la
amígdala la que, a partir de ese momento,
desencadenará en nosotros un impulso de ansiedad cada vez
que nos dispongamos a adelantar en circunstancias similares. Como
me dijo LeDoux: «el hipocampo es una estructura
fundamental para reconocer un rostro como el de su prima, pero es
la amígdala la que le agrega el clima emocional de que no
parece tenerla en mucha estima
».

El cerebro utiliza un método simple pero muy
ingenioso para registrar con especial intensidad los recuerdos
emocionales, ya que los mismos sistemas de alerta neuroquimicos
que preparan al cuerpo para reaccionar ante cualquier amenaza
-luchando o escapando- también se encargan de grabar
vívidamente este momento en la memoria. En caso de
estrés o de ansiedad, o incluso en el caso de una intensa
alegría, un nervio que conecta el cerebro con las
glándulas suprarrenales (situadas encima de los
riñones), estimulando la secreción de las hormonas
adrenalina y noradrenalina, disponiendo así al cuerpo para
responder ante una urgencia. Estas hormonas activan determinados
receptores del nervio vago, encargado, entre otras muchas cosas,
de transmitir los mensajes procedentes del cerebro que regulan la
actividad cardiaca y, a su vez, devuelve señales al
cerebro, activado también por estas mismas hormonas. Y el
principal receptor de este tipo de señales son las
neuronas de la amígdala que, una vez activadas, se ocupan
de que otras regiones cerebrales fortalezcan el recuerdo de lo
que está ocurriendo.

Esta activación de la amígdala parece
provocar una intensificación emocional que también
profundiza la grabación de esas situaciones. Este es el
motivo por el cual, por ejemplo, recordamos a dónde fuimos
en nuestra primera cita o qué estábamos haciendo
cuando oímos la noticia de la explosión de la
lanzadera espacial Challenger. Cuanto más intensa es la
activación de la amígdala, más profunda es
la impronta y más indeleble la huella que dejan en
nosotros las experiencias que nos han asustado o nos han
emocionado. Esto significa, en efecto, que el cerebro dispone
de dos sistemas de registro, uno para los hechos ordinarios y
otro para los recuerdos con una intensa carga emocional,

algo que tiene un gran interés desde el punto de vista
evolutivo porque garantiza que los animales tengan recuerdos
particularmente vívidos de lo que les amenaza y de lo que
les agrada.

Pero, además de todo lo que acabamos de ver, los
recuerdos emocionales pueden llegar a convenirse en falsas
guías de acción para el momento
presente.

UN SISTEMADE ALARMA NEURONAL
ANTICUADO

Uno de los inconvenientes de este sistema de alarma
neuronal es que, con más frecuencia de la deseable, el
mensaje de urgencia mandado por la amígdala suele ser
obsoleto, especialmente en el cambiante mundo social en el que
nos movemos los seres humanos. Como almacén de la memoria
emocional, la amígdala escruta la experiencia presente y
la compara con lo que sucedió en el pasado. Su
método de comparación es asociativo, es decir que
equipara cualquier situación presente a otra pasada por el
mero hecho de compartir unos pocos rasgos característicos
similares. En este sentido se trata de un sistema rudimentario
que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus
conclusiones y actúa antes de confirmar la gravedad de la
situación. Por esto que nos hace reaccionar al presente
con respuestas que fueron grabadas hace ya mucho tiempo, con
pensamientos, emociones y reacciones aprendidas en respuesta a
acontecimientos vagamente similares, lo suficientemente similares
como para llegar a activar la amígdala.

No es de extrañar que una antigua enfermera de la
marina, traumatizada por las espantosas heridas que una vez tuvo
que atender en tiempo de guerra, se viera súbitamente
desbordada por una mezcla de miedo, repugnancia y pánico
cuando, años más tarde, abrió la puerta de
un armario en el que su hijo pequeño había
escondido un hediondo pañal. Bastó con que la
amígdala reconociera unos pocos elementos similares a un
peligro pasado para que terminara decretando el estado de alarma.
El problema es que, junto a esos recuerdos cargados
emocionalmente, que tienen el poder de desencadenar una respuesta
en un momento crítico, coexisten también formas de
respuesta obsoletas.

En tales momentos la imprecisión del cerebro
emocional
, se ve acentuada por el hecho de que muchos de los
recuerdos emocionales más intensos proceden de los
primeros años de la vida y de las relaciones que el
niño mantuvo con las personas que le criaron
(especialmente de las situaciones traumáticas, como
palizas o abandonos). Durante ese temprano período de la
vida, otras estructuras cerebrales, especialmente el hipocampo
(esencial para el recuerdo emocional) y el neocórtex (sede
del pensamiento racional) todavía no se encuentran
plenamente maduros. En el caso del recuerdo, la amígdala y
el hipocampo trabajan conjuntamente y cada una de estas
estructuras se ocupa de almacenar y recuperar independientemente
un determinado tipo de información. Así, mientras
que el hipocampo recupera datos puros, la amígdala
determina si esa información posee una carga emocional.
Pero la amígdala del niño suele madurar mucho
más rápidamente.

LeDoux ha estudiado el papel desempeñado por la
amígdala en la infancia y ha llegado a una
conclusión que parece respaldar uno de los principios
fundamentales del pensamiento psicoanalítico, es decir,
que la interacción -los encuentros y desencuentros- entre
el niño y sus cuidadores durante los primeros años
de vida constituye un auténtico aprendizaje emocional. En
opinión de LeDoux, este aprendizaje emocional es tan
poderoso y resulta tan difícil de comprender para el
adulto porque está grabado en la amígdala con la
impronta tosca y no verbal propia de la vida emocional. Estas
primeras lecciones emocionales se impartieron en un tiempo en el
que el niño todavía carecía de palabras y,
en consecuencia, cuando se reactiva el correspondiente recuerdo
emocional en la vida adulta, no existen pensamientos articulados
sobre la respuesta que debemos tomar. El motivo que explica el
desconcierto ante nuestros propios estallidos emocionales es que
suelen datar de un período tan temprano que las cosas nos
desconcertaban y ni siquiera disponíamos de palabras para
comprender lo que sucedía. Nuestros sentimientos tal vez
sean caóticos, pero las palabras con las que nos referimos
a esos recuerdos no lo son.

CUANDO LAS EMOCIONES SON RÁPIDAS Y
TOSCAS

Serían las tres de la mañana cuando un
ruido estrepitoso procedente de un rincón de mi dormitorio
me despertó bruscamente, como si el techo se estuviera
desmoronando y todo el contenido de la buhardilla cayera al
suelo. Inmediatamente salté de la cama y salí de la
habitación, pero después de mirar cuidadosamente
descubrí que lo único que se había
caído era la pila de cajas que mi esposa había
amontonado en la esquina el día anterior para ordenar el
armario. Nada había caído de la buhardilla; de
hecho, ni siquiera había buhardilla. El techo estaba
intacto.., y yo también lo estaba.

Ese salto de la cama medio dormido -que realmente
podría haberme salvado la vida en el caso de que el techo
ciertamente se hubiera desplomado- ilustra a la perfección
el poder de la amígdala para impulsamos a la
acción en caso de peligro antes de que el neocórtex
tenga tiempo para registrar siquiera lo que ha ocurrido. En
circunstancias así, el atajo que va desde el ojo -o el
oído- hasta el tálamo y la amígdala resulta
crucial porque nos proporciona un tiempo precioso cuando la
proximidad del peligro exige de nosotros una respuesta inmediata.
Pero el circuito que conecta el tálamo con la
amígdala sólo se encarga de transmitir una
pequeña fracción de los mensajes sensoriales y la
mayor parte de la información circula por la vía
principal hasta el neocórtex. Por esto, lo que la
amígdala registra a través de esta vía
rápida es, en el mejor de los casos, una señal muy
tosca, la estrictamente necesaria para activar la señal de
alarma. Como dice LeDoux: «Basta con saber que algo
puede resultar peligroso
». Esa vía directa
supone un ahorro valiosísimo en términos de tiempo
cerebral (que, recordémoslo, se mide en milésimas
de segundo). La amígdala de una rata, por ejemplo, puede
responder a una determinada percepción en apenas doce
milisegundos mientras que el camino que conduce desde el
tálamo hasta el neocórtex y la amígdala
requiere el doble de tiempo. (En los seres humanos todavía
no se ha llevado a cabo esta medición pero, en cualquiera
de los casos, la proporción existente entre ambas
vías sería aproximadamente la misma.)

La importancia evolutiva de esta ruta directa debe haber
sido extraordinaria, al ofrecer una respuesta rápida que
permitió ganar unos milisegundos críticos ante las
situaciones peligrosas. Y es muy probable que esos milisegundos
salvaran literalmente la vida de muchos de nuestros antepasados
porque esa configuración ha terminado quedando impresa en
el cerebro de todo protomamifero, incluyendo el de usted y el
mío propio. De hecho, aunque ese circuito desempeñe
un papel limitado en la vida mental del ser humano -restringido
casi exclusivamente a las crisis emocionales– la mayor
parte de la vida mental de los pájaros, de los peces y de
los reptiles gira en tomo a él, dado que su misma
supervivencia depende de escrutar constantemente el entorno en
busca de predadores y de presas. Según LeDoux:
«El rudimentario cerebro menor de los mamíferos
es el principal cerebro de los no mamíferos, un cerebro
que permite una respuesta emocional muy veloz. Pero, aunque
veloz, se trata también, al mismo tiempo, de una respuesta
muy tosca, porque las células implicadas sólo
permiten un procesamiento rápido, pero también
impreciso
».

Tal vez esta imprecisión resulte adecuada, por
ejemplo, en el caso de una ardilla, porque en tal
situación se halla al servicio de la supervivencia y le
permite escapar ante el menor asomo de peligro o correr
detrás de cualquier indicio de algo comestible, pero en la
vida emocional del ser humano esa vaguedad puede llegar a tener
consecuencias desastrosas para nuestras relaciones, porque
implica, figurativamente hablando, que podemos escapar o
lanzarnos irracionalmente sobre alguna persona o sobre alguna
cosa. (Consideremos en este sentido, por ejemplo, el caso de
aquella camarera que derramó una bandeja con seis platos
en cuanto vislumbró la figura de una mujer con una enorme
cabellera pelirroja y rizada exactamente igual a la de la mujer
por la que la había abandonado su ex-marido.)

Estas rudimentarias confusiones emocionales, basadas en
sentir antes que en el pensar, son calificadas por LeDoux como
«emociones precognitivas», reacciones
basadas en impulsos neuronales fragmentarios, en bits de
información sensorial que no han terminado de organizarse
para configurar un objeto reconocible. Se trata de una forma
elemental de información sensorial, una especie de
«adivina la canción» neuronal -ese juego que
consiste en adivinar el nombre de una melodía tras haber
escuchado tan sólo unas pocas notas-, de intuir una
percepción global apenas percibidos unos pocos rasgos. De
este modo, cuando la amígdala experimenta una
determinada pauta sensorial como algo urgente, no busca en modo
alguno confirmar esa percepción, sino que simplemente
extrae una conclusión apresurada y dispara una
respuesta.

No deberíamos sorprendemos de que el lado oscuro
de nuestras emociones más intensas nos resulte
incomprensible, especialmente en el caso de que estemos atrapados
en ellas. La amígdala puede reaccionar con un arrebato de
rabia o de miedo antes de que el córtex sepa lo que
está ocurriendo, porque la emoción se pone en
marcha antes que el pensamiento y de un modo completamente
independiente de él.

EL GESTOR DE LAS EMOCIONES

El día en que Jessica, la hija de seis
años de una amiga, pasó su primera noche en casa de
una compañera, mi amiga se hallaba tan nerviosa como ella.
Durante todo el día había tratado de que Jessica no
se diera cuenta de su ansiedad pero, cuando estaba a punto de
acostarse, sonó el timbre del teléfono y mi amiga
soltó de inmediato el cepillo de dientes y corrió
hacia el teléfono, con el corazón en un
puño, mientras por su mente desfilaba todo tipo de
imágenes de Jessica en peligro.

«¡Jessica!» -dijo mi amiga,
descolgando bruscamente el teléfono. Y entonces
escuchó la voz de una mujer disculpándose por
haberse equivocado de número. Ante aquello, la madre de
Jessica, recuperando de golpe la compostura, replicó
mesuradamente: « ¿Con qué número desea
hablar?» El hecho es que, mientras la
amígdala prepara una reacción ansiosa e
impulsiva, otra parte del cerebro emocional se encarga de
elaborar una respuesta más adecuada. El regulador cerebral
que desconecta los impulsos de la amígdala parece
encontrarse en el otro extremo de una de las principales
vías nerviosas que van al neocórtex, en el
lóbulo prefrontal, que se halla inmediatamente
detrás de la frente. El córtex prefrontal parece
ponerse en funcionamiento cuando alguien tiene miedo o
está enojado pero sofoca o controla el sentimiento para
afrontar de un modo más eficaz la situación
presente o cuando una evaluación posterior exige una
respuesta completamente diferente, como ocurrió en el caso
de mi amiga. De este modo, el área prefrontal constituye
una especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la
amígdala y otras regiones del sistema límbico,
permitiendo la emisión de una respuesta más
analítica y proporcionada.

Habitualmente, las áreas prefrontales gobiernan
nuestras reacciones emocionales. Recordemos que el camino
nervioso más largo de los que sigue la información
sensorial procedente del tálamo, no va a la
amígdala sino al neocórtex y a sus muchos centros
para asumir y dar sentido a lo que se percibe. Y esa
información y nuestra respuesta correspondiente las
coordinan los lobulos prefrontales, la sede de la
planificación y de la organización de acciones
tendentes a un objetivo determinado, incluyendo las acciones
emocionales. En el neocórtex, una serie de
circuitos registra y analiza esta información, la
comprende y organiza gracias a los lóbulos prefrontales, y
si, a lo largo de ese proceso, se requiere una respuesta
emocional, es el lóbulo prefrontal quien la dicta,
trabajando en equipo con la amígdala y otros circuitos del
cerebro emocional.

Este suele ser el proceso normal de elaboración
de una respuesta, un proceso que -con la sola excepción de
las urgencias emocionales- tiene en cuenta el discernimiento.
Así pues, cuando una emoción se dispara, los
lóbulos prefrontales ponderan los riesgos y los
beneficios de las diversas acciones posibles y apuestan por la
que consideran más adecuada. Cuándo atacar y
cuándo huir, en el caso de los animales, y cuándo
atacar, cuándo huir, y también cuándo
tranquilizar, cuándo disuadir, cuándo buscar la
simpatía de los demás, cuándo permanecer a
la defensiva, cuándo despertar el sentimiento de culpa,
cuándo quejarse, cuándo alardear, cuándo
despreciar, etcétera -mediante todo nuestro amplio
repertorio de artificios emocionales- en el caso de los seres
humanos.

El tiempo cerebral invertido en la respuesta neocortical
es mayor que el que requiere el mecanismo del secuestro emocional
porque las vías nerviosas implicadas son más
largas… pero no debemos olvidar que también se trata de
una respuesta más juiciosa y más considerada
porque, en este caso, el pensamiento precede al sentimiento. El
neocórtex es el responsable de que nos entristezcamos
cuando experimentamos una pérdida, de que nos alegremos
después de haber conseguido algo que considerábamos
importante o de que nos sintamos dolidos o encolerizados por lo
que alguien nos ha dicho o nos ha hecho.

Del mismo modo que sucede con la amígdala,
sin el concurso de los lóbulos prefrontales gran
parte de nuestra vida emocional desaparecería
porque sin comprensión de que algo merece una respuesta
emocional, no hay respuesta emocional alguna. Desde la
aparición (en la década de los cuarenta) de la
tristemente famosa «cura» quirúrgica de la
enfermedad mental -la lobotomía prefrontal, una
operación que consistía en seccionar las conexiones
existentes entre el córtex prefrontal y el cerebro
inferior o en extirpar parcialmente (con frecuencia de un modo
bastante torpe)

una parte de los lóbulos prefrontales- los
neurólogos han sospechado que éstos
desempeñan un importante papel en la vida emocional. En
aquella época, anterior a la aparición de una
medicación eficaz para el tratamiento de la enfermedad
mental, la lobotomía era aclamada como el tratamiento para
resolver los problemas mentales más graves: ¡corta
los vínculos entre los lóbulos prefrontales
y el resto del cerebro y «liberarás» al
paciente de su trastorno!… sin embargo, la eliminación
de conexiones nerviosas clave terminaba también, por
desgracia, «liberando» al paciente de su vida
emocional, porque se había destruido su circuito
maestro.

El secuestro emocional parece implicar dos
dinámicas distintas: la activación de la
amígdala y el fracaso en activar los procesos
neocorticales que suelen mantener equilibradas nuestras
respuestas emocionales. En esos momentos, la mente racional se ve
desbordada por la mente emocional y lo mismo ocurre con la
función del córtex prefrontal como un gestor
eficaz de las emociones sopesando las reacciones antes de actuar
y amortiguando las señales de activación enviadas
por la amígdala y otros centros límbicos,
como un padre que impide que su hijo se comporte arrebatando todo
lo que quiere y le enseña a pedirlo (o a esperar)." El
interruptor que «apaga» la emoción
perturbadora parece hallarse en el lóbulo prefrontal
izquierdo. Los neurofisiólogos que han estudiado los
estados de ánimo de pacientes con lesiones en el
lóbulo prefrontal han llegado a la conclusión de
que una de las funciones del lóbulo prefrontal izquierdo
consiste en actuar como una especie de termostato neural que
regula las emociones desagradables. Así pues, el
lóbulo prefrontal derecho es la sede de sentimientos
negativos como el miedo y la agresividad. mientras que el
lóbulo prefrontal izquierdo los tiene a raya. muy
probablemente inhibiendo el lóbulo derecho. En un
determinado estudio, por ejemplo, los pacientes con lesiones en
el córtex prefrontal izquierdo eran proclives a
experimentar miedos y preocupaciones catastrofistas mientras que
aquéllos otros con lesiones en el córtex
prefrontal derecho
eran «desproporcionadamente
joviales
», bromeaban continuamente durante las pruebas
neurológicas y estaban tan despreocupados que no
ponían el menor cuidado en lo que estaban
haciendo.

Éste fue precisamente el caso de un marido feliz,
un hombre al que se le había extirpado parcialmente el
lóbulo prefrontal derecho para eliminar una
malformación cerebral, una operación después
de la cual había experimentado un auténtico cambio
de personalidad que le convirtió en una persona más
amable y -según dijo la mar de contenta su esposa a los
médicos- más afectiva. El lóbulo prefrontal
izquierdo, en suma, parece formar parte de un circuito que se
encarga de desconectar-O, al menos, de atenuar parcialmente- los
impulsos emocionales más negativos. Así pues, si la
amígdala constituye una especie de señal de alarma,
el lóbulo prefrontal izquierdo, por su parte, parece ser
el interruptor que «desconecta» las emociones
más perturbadoras, como si la amígdala propusiera y
el lóbulo prefrontal dispusiera. De este modo, las
conexiones nerviosas existentes entre el córtex prefrontal
y el sistema límbico no sólo resultan esenciales
para llevar a cabo un ajuste fino de las emociones sino que
también lo son para ayudamos a navegar a través de
las decisiones vitales más importantes.

ARMONIZANDO LA EMOCIÓN Y EL
PENSAMIENTO

Las conexiones existentes entre la
amígdala (y las estructuras límbicas
relacionadas con ella) y el neocórtex constituyen
el centro de gravedad de las luchas y de los tratados de
cooperación existentes entre el corazón y la
cabeza, entre los pensamientos y los sentimientos. Esta
vía nerviosa, en suma, explicaría el motivo por el
cual la emoción es algo tan fundamental para pensar
eficazmente, tanto para tomar decisiones inteligentes como para
permitimos simplemente pensar con claridad.

Consideremos el poder de las emociones para obstaculizar
el pensamiento mismo. Los neurocientíficos utilizan el
término «memoria de trabajo» para
referirse a la capacidad de la atención para mantener en
la mente los datos esenciales para el desempeño de una
determinada tarea o problema (ya sea para descubrir los rasgos
ideales que uno busca en una casa mientras hojea folletos de
inmobiliarias como para considerar los elementos que intervienen
en una de las pruebas de un test de razonamiento). La corteza
prefrontal
es la región del cerebro que se encarga de
la memoria de trabajo. Pero, como acabamos de ver, existe
una importante vía nerviosa que conecta los lóbulos
prefrontales con el sistema límbico, lo cual significa que
las señales de las emociones intensas -ansiedad,
cólera y similares- pueden ocasionar parásitos
neurales que saboteen la capacidad del lóbulo prefrontal
para mantener la memoria de trabajo. Éste es el motivo por
el cual, cuando estamos emocionalmente perturbados, solemos decir
que «no puedo pensar bien» y también
permite explicar por qué la tensión emocional
prolongada puede obstaculizar las facultades intelectuales del
niño y dificultar así su capacidad de
aprendizaje.

Estos déficit no los registra siempre los tests
que miden el CI, aunque pueden ser determinados por
análisis neuropsicológicos más precisos y
colegidos de la continua agitación e impulsividad del
niño. En un estudio llevado a cabo con alumnos de escuelas
primarias que, a pesar de tener un CI por encima de la media,
mostraban un pobre rendimiento académico, las pruebas
neuropsicológicas determinaron claramente la presencia de
un desequilibrio en el funcionamiento de la corteza frontal. Se
trataba de niños impulsivos y ansiosos, a menudo
desorganizados y problemáticos, que parecían tener
un escaso control prefrontal sobre sus impulsos límbicos.
Este tipo de niños presenta un elevado riesgo de problemas
de fracaso escolar, alcoholismo y delincuencia, pero no tanto
porque su potencial intelectual sea bajo sino porque su control
sobre su vida emocional se halla severamente restringido. El
cerebro emocional, completamente separado de aquellas regiones
del cerebro cuantificadas por las pruebas corrientes del Cl,
controla igualmente la rabia y la compasión. Se trata de
circuitos emocionales que son esculpidos por la experiencia a lo
largo de toda la infancia y que no deberíamos dejar
completamente en manos del azar.

También hay que tener en cuenta el papel que
desempeñan las emociones hasta en las decisiones
más «racionales». En su intento de
comprensión de la vida mental, el doctor Antonio Damasio,
un neurólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad
de Iowa, ha llevado a cabo un meticuloso estudio de los
daños que presentan aquellos pacientes que tienen
lesionadas las conexiones existentes entre la amígdala y
el lóbulo prefrontal. En tales pacientes, el proceso de
toma de decisiones se encuentra muy deteriorado aunque no
presenten el menor menoscabo de su CI o de cualquier otro tipo de
habilidades cognitivas. Pero, a pesar de que sus capacidades
intelectuales permanezcan intactas, sus decisiones laborales y
personales son desastrosas e incluso pueden obsesionarse con algo
tan nimio como concertar una cita.

Según el doctor Damasio, el proceso de toma de
decisiones de estas personas se halla deteriorado porque han
perdido el acceso a su aprendizaje emocional. En este
sentido. el circuito de la amígdala prefrontal constituye
una encrucijada entre el pensamiento y la emoción, una
puerta de acceso a los gustos y disgustos que el sujeto ha
adquirido en el curso de la vida. Separadas de la memoria
emocional de la amígdala, las valoraciones realizadas por
el neocórtex dejan de desencadenar las reacciones
emocionales que se le asociaron en el pasado y todo asume una
gris neutralidad. En tal caso, cualquier estímulo, ya se
trate de un animal favorito o de una persona detestable, deja de
despertar atracción o rechazo; esos pacientes han
«olvidado» todo aprendizaje emocional porque
han perdido el acceso al lugar en el que éste se asienta,
la amígdala.

Estas averiguaciones condujeron al doctor Damasio a la
conclusión contraintuitiva de que los sentimientos son
indispensables para la toma racional de decisiones, porque nos
orientan en la dirección adecuada para sacar el mejor
provecho a las posibilidades que nos ofrece la fría
lógica. Mientras que el mundo suele presentarnos un
desbordante despliegue de posibilidades (¿En qué
debería invertir los ahorros de mi jubilación?
¿Con quién debería casarme?), el
aprendizaje emocional que la vida nos ha proporcionado nos
ayuda a eliminar ciertas opciones y a destacar otras. Es
así cómo -arguye el doctor Damasio- el cerebro
emocional se halla tan implicado en el razonamiento como lo
está el cerebro pensante.

Las emociones, pues, son importantes para el ejercicio
de la razón. En la danza entre el sentir y el pensar, la
emoción guía nuestras decisiones instante tras
instante, trabajando mano a mano con la mente racional y
capacitando -o incapacitando- al pensamiento mismo. Y del mismo
modo, el cerebro pensante desempeña un papel fundamental
en nuestras emociones, exceptuando aquellos momentos en los que
las emociones se desbordan y el cerebro emocional asume por
completo el control de la situación.

En cierto modo, tenemos dos cerebros y dos clases
diferentes de inteligencia: la inteligencia racional y la
inteligencia emocional y nuestro funcionamiento en la vida
está determinado por ambos. Por ello no es el CI lo
único que debemos tener en cuenta, sino que también
deberemos considerar la inteligencia emocional. De hecho, el
intelecto no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la
inteligencia emocional, y la adecuada complementación
entre el sistema límbico y el neocórtex, entre la
amígdala y los lóbulos prefrontales, exige la
participación armónica entre ambos. Sólo
entonces podremos hablar con propiedad de inteligencia emocional
y de capacidad intelectual.

Esto vuelve a poner sobre el tapete el viejo problema de
la contradicción existente entre la razón y
el sentimiento. No es que nosotros pretendamos eliminar la
emoción y poner la razón en su lugar -como
quería Erasmo-, sino que nuestra intención es la de
descubrir el modo inteligente de armonizar ambas funciones. El
viejo paradigma proponía un ideal de razón liberada
de los impulsos de la emoción, El nuevo paradigma, por su
parte, propone armonizar la cabeza y el corazón. Pero,
para llevar a cabo adecuadamente esta tarea, deberemos comprender
con más claridad lo que significa utilizar
inteligentemente las emociones.

PARTE II

La naturaleza de la
inteligencia emocional

3. CUANDO EL LISTO ES TONTO

Hasta la fecha no ha sido posible determinar
todavía el motivo exacto que indujo a un brillante
estudiante de secundaria a apuñalar con un cuchillo de
cocina a David Pologruto, su profesor de física. Pasemos
ahora a describir los hechos, sobradamente conocidos.

Jason H., estudiante de segundo año del instituto
de Coral Springs (Florida) e indudable candidato a
matrícula de honor, estaba obsesionado con la idea de
ingresar en una prestigiosa facultad de medicina como la de
Harvard. Pero Pologruto le había calificado con un notable
alto, una nota que le obligaba a arrojar por la borda todos sus
sueños, de modo que, provisto de un cuchillo de camicero,
se dirigió al laboratorio de física y, en el
transcurso de una discusión con su profesor, no
dudó en clavárselo a la altura de la
clavícula antes de que pudieran reducirle por la
fuerza.

El juez declaró inocente a Jason porque,
según reza la sentencia -confirmada, por otra parte, por
un equipo de psicólogos y psiquiatras- durante el
altercado se hallaba claramente sumido en un estado
psicótico. El joven, por su parte, declaró que,
apenas tuvo conocimiento de la nota, pensó en quitarse la
vida pero que, antes de suicidarse, quiso visitar a Pologruto
para hacerle saber que la única causa de su muerte
sería su baja calificación. La versión de
Pologruto, no obstante, fue muy diferente, puesto que,
según él, Jason se hallaba tan furioso que
«creo que me visitó completamente decidido a
atacarme».

Más tarde, Jason ingresó en una escuela
privada y, dos años después, logró graduarse
con la nota más alta de su clase. De haber seguido un
curso normal, hubiera alcanzado un sobresaliente pero
decidió matricularse en varias asignaturas adicionales
para elevar su nota media, que finalmente Fue de matrícula
de honor. Pero a pesar de que Jason hubiera terminado
graduándose con una calificación extraordinaria,
Pologruto se lamentaba de que nunca se hubiera disculpado ni
tampoco hubiera asumido la menor responsabilidad por su
agresión.

¿Cómo puede una persona con un nivel de
inteligencia tan elevado llegar a cometer un acto tan
estúpido? La respuesta necesariamente radica en que la
inteligencia académica tiene poco que ver con la vida
emocional. Hasta las personas más descollantes y con un CI
más elevado pueden ser pésimos timoneles de su vida
y llegar a zozobrar en los escollos de las pasiones desenfrenadas
y los impulsos ingobernables.

A pesar de la consideración popular que suelen
recibir, uno de los secretos a voces de la psicología es
la relativa incapacidad de las calificaciones académicas,
del CI, o de la puntuación alcanzada en el SAT Test de
Aptitud Académico (Abreviatura de Scholastic Aptitude
Test, el examen de aptitud escolar que realizan los estudiantes
estadounidenses que acceden a la universidad) para predecir el
éxito en la vida. A decir verdad, desde una perspectiva
general sí que parece existir -en un sentido amplio-
cierta relación entre el CI y las circunstancias por las
que discurre nuestra vida. De hecho, las personas que tienen un
bajo CI suelen acabar desempeñando trabajos muy mal
pagados mientras que quienes tienen un elevado CI tienden a estar
mucho mejor remunerados. Pero esto, ciertamente, no siempre
ocurre así.

Existen muchas más excepciones a la regla de que
el CI predice del éxito en la vida que situaciones que se
adapten a la norma. En el mejor de los casos, el CI parece
aportar tan sólo un 20% de los factores determinantes del
éxito (lo cual supone que el 80% restante depende de otra
clase de factores). Como ha subrayado un observador: «en
última instancia, la mayor parte de los elementos que
determinan el logro de una mejor o peor posición social no
tienen que ver tanto con el CI como con factores tales como la
clase social o la suerte».

Incluso autores como Richard Herrnstein y Charles Nurray
cuyo libro Tite Bell Curve atribuye al Cl una relevancia
Incuestionable, reconocen que: «tal vez fuera mejor que un
estudiante de primer año de universidad con una
puntuación SAT en matemáticas de 500 no aspirara a
dedicarse a las ciencias exactas, lo cual no obsta para que no
trate de realizar sus sueños de montar su propio negocio,
llegar a ser senador o ahorrar un millón de dólares
La relación existente entre la puntuación alcanzada
en el SAT y el logro de nuestros objetivos vitales se ve
frustrada por otras características».

Mi principal interés está precisamente
centrado en estas «otras características» a
las que hemos dado en llamar inteligencia emocional,
características como la capacidad de motivarnos a nosotros
mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles
frustraciones, de controlar los impulsos, de diferir las
gratificaciones, de regular nuestros propios estados de
ánimo, de evitar que la angustia interfiera con nuestras
facultades racionales y, por último -pero no. por ello,
menos importante-, la capacidad de empatizar y confiar en los
demás. A diferencia de lo que ocurre con el Cl, cuya
investigación sobre centenares de miles de personas tiene
casi un siglo de historia, la inteligencia emocional es un
concepto muy reciente. De hecho, ni siquiera nos hallamos en
condiciones de determinar con precisión el grado de
variabilidad interpersonal de la inteligencia emocional. Lo que
sí podemos hacer, a la vista de los datos de que
disponemos, es avanzar que la inteligencia emocional puede
resultar tan decisiva -y. en ocasiones, incluso más- que
el Cl. Y, frente a quienes son de la opinión de que ni la
experiencia ni la educación pueden modificar
substancialmente el resultado del cual trataré de
demostrar-en la quinta parte- que, si nos tomamos la molestia de
educarles, nuestros hijos pueden aprender a desarrollar las
habilidades emocionales fundamentales.

LA INTELIGENCIA EMOCIONAL Y EL
DESTINO

Recuerdo a un compañero de clase que había
obtenido cinco puntuaciones de 800 en el SAT y otros tests de
rendimiento académico que nos habían pasado antes
de ingresar en el Amherst College. Pero, a pesar de sus
extraordinarias facultades intelectuales, mi amigo tardó
casi diez años en graduarse porque pasaba la mayor parte
del tiempo tumbado, se acostaba tarde, dormía hasta el
mediodía y apenas si asistía a las
clases.

El CI no basta para explicar los destinos tan diferentes
de personas que cuentan con perspectivas, educación y
oportunidades similares. Durante la década de los
cuarenta, un período en el que -como ocurre actualmente-
los estudiantes con un elevado CI se hallaban adscritos a la Ivy
League de universidades, (La Ivy League constituye un grupo
selecto de ocho universidades privadas de Nueva Inglaterra
famosas por su prestigio académico y social.) se
llevó a cabo un seguimiento de varios años de
duración sobre noventa y cinco estudiantes de Harvard que
dejó meridianamente claro que quienes habían
obtenido las calificaciones universitarias más elevadas no
habían alcanzado un éxito laboral (en
términos de salario, productividad o escalafón
profesional) comparativamente superior a aquellos
compañeros suyos que habían alcanzado una
calificación inferior. Y también resultó
evidente que tampoco habían conseguido una cota superior
de felicidad en la vida ni más satisfacción en sus
relaciones con los amigos, la familia o la pareja.

En la misma época se llevó a cabo un
seguimiento similar sobre cuatrocientos cincuenta adolescentes
-hijos, en su mayor parte, de emigrantes, dos tercios de los
cuales procedían de familias que vivían de la
asistencia social- que habían crecido en Somerville,
Massachussetts, un barrio que por aquella época era un
«suburbio ruinoso» enclavado a pocas manzanas de la
Universidad de Harvard. Y, aunque un tercio de ellos no superase
el coeficiente intelectual de 90, también resultó
evidente que el CI tiene poco que ver con el grado de
satisfacción que una persona alcanza tanto en su trabajo
como en las demás facetas de su vida. Por ejemplo, el 7%
de los varones que habían obtenido un CI inferior a 80
permanecieron en el paro durante más de diez años,
lo mismo que ocurrió con el 7% de quienes habían
logrado un CI superior a 100. A decir verdad, el estudio
también parecía mostrar (como ocurre siempre) una
relación general entre el CI y el nivel
socioeconómico alcanzado a la edad de cuarenta y siete
años, pero lo cierto es que la diferencia existente radica
en las habilidades adquiridas en la infancia (como la capacidad
de afrontar las frustraciones, controlar las emociones o saber
llevarse bien con los demás).

Veamos, a continuación, los resultados
-todavía provisionales- de un estudio realizado sobre
ochenta y un valedictorians y salutatorians (Los valedictorians
son los alumnos que pronuncian los discursos de despedida en la
ceremonia de entrega de diplomas, mientras que los salututorians
son aquéllos que pronuncian los discursos de
salutación en las ceremonias de apertura del curso
universitario.) del curso de 1981 de los institutos de
enseñanza media de Illinois. Todos ellos habían
obtenido las puntuaciones medias más elevadas de su clase
pero, a pesar de que siguieron teniendo éxito en la
universidad y alcanzaron excelentes calificaciones, a la edad de
treinta años no podía decirse que hubieran obtenido
un éxito social comparativamente relevante. Diez
años después de haber finalizado la
enseñanza secundaria, sólo uno de cada cuatro de
estos jóvenes había logrado un nivel profesional
más elevado que la media de su edad, y a muchos de ellos,
por cierto, les iba bastante peor.

Karen Amold, profesora de pedagogía de la
Universidad de Boston y una de las investigadoras que
llevó a cabo el seguimiento recién descrito afirma:
«creo que hemos descubierto a la gente "cumplidora", a
las personas que saben lo que hay que hacer para tener
éxito en el sistema, pero el hecho es que los
valedietorians tienen que esforzarse tanto como los demás.
Saber que una persona ha logrado graduarse con unas notas
excelentes equivale a saber que es sumamente buena o bueno en las
pruebas de evaluación académicas, pero no nos dice
absolutamente nada en cuanto al modo en que reaccionará
ante las vicisitudes que le presente la vidas
» . Y
éste es precisamente el problema, porque la inteligencia
académica no ofrece la menor preparación para la
multitud de dificultades -o de oportunidades- a la que deberemos
enfrentamos a lo largo de nuestra vida. No obstante, aunque un
elevado CI no constituya la menor garantía de prosperidad,
prestigio ni felicidad, nuestras escuelas y nuestra cultura, en
general, siguen insistiendo en el desarrollo de las habilidades
académicas en detrimento de la inteligencia emocional, de
ese conjunto de rasgos -que algunos llaman
carácter– que tan decisivo resulta para nuestro
destino personal.

Al igual que ocurre con la lectura o con las
matemáticas, por ejemplo, la Vida emocional constituye un
ámbito -que incluye un determinado conjunto de
habilidades- que puede dominarse con mayor o menor pericia. Y el
grado de dominio que alcance una persona sobre estas habilidades
resulta decisivo para determinar el motivo por el cual ciertos
individuos prosperan en la vida mientras que otros, con un nivel
intelectual similar, acaban en un callejón sin salida. La
competencia emocional constituye, en suma, una meta-habilidad que
determina el grado de destreza que alcanzaremos en el dominio de
todas nuestras otras facultades (entre las cuales se incluye el
intelecto puro).

Existen, por supuesto, multitud de caminos que conducen
al éxito en la vida, y muchos dominios en los que las
aptitudes emocionales son extraordinariamente importantes. En una
sociedad como la nuestra, que atribuye una importancia cada vez
mayor al conocimiento, la habilidad técnica es
indudablemente esencial.

Hay un chiste infantil a este respecto que dice que no
deberíamos extrañamos si dentro de unos años
tenemos que trabajar para quien hoy en día consideramos
«tonto». En cualquiera de los casos, en la tercera
parte veremos que hasta los «tontos» pueden
beneficiarse de la inteligencia emocional para alcanzar una
posición laboral privilegiada. Existe una clara evidencia
de que las personas emocionalmente desarrolladas, es decir, las
personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y asimismo
saben interpretar y relacionarse efectivamente con los
sentimientos de los demás, disfrutan de una
situación ventajosa en todos los dominios de la vida,
desde el noviazgo y las relaciones íntimas hasta la
comprensión de las reglas tácitas que gobiernan el
éxito en el seno de una organización. Las personas
que han desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales
suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces y
más capaces de dominar los hábitos mentales que
determinan la productividad. Quienes, por el contrario, no pueden
controlar su vida emocional, se debaten en constantes luchas
internas que socavan su capacidad de trabajo y les impiden pensar
con la suficiente claridad.

UN TIPO DE INTELIGENCIA
DIFERENTE

Desde la perspectiva de un observador ocasional, Judy
-una niña de cuatro años- pudiera parecer la fea
del baile entre sus compañeros, la chica que no participa.
la que nunca ocupa el centro sino que se mueve en la periferia.
Pero el hecho es que, en realidad, Judy es una observadora muy
perspicaz de la política social del patio del parvulario,
posiblemente quien manifieste mayor sutilidad en la
comprensión de los sentimientos de sus
compañeros.

Esta sutilidad no se hizo patente hasta el día en
que su maestra reuniera en torno a sí a todos los
niños de cuatro años para jugar un juego al que
denominan «el juego de la clase», un test, en
realidad, de sensibilidad social, en el que se utiliza una
especie de casa de muñecas que reproduce el aula y en cuyo
interior se dispone una serie de figurillas que llevan en sus
cabezas las fotografías del rostro de sus maestros y de
sus compañeros.

Cuando la maestra le pidió a Judy que situara a
cada compañero en la zona del aula en la que
preferiría jugar, Judy lo hizo con una precisión
absoluta y, cuando se le pidió que situara a cada
niña y a cada niño junto a los compañeros
con los que más les gustaba jugar. Judy demostró
una capacidad ciertamente extraordinaria.

La minuciosidad de Judy reveló que poseía
un mapa social exacto de la clase, una sensibilidad ciertamente
excepcional para una niña de su edad. Y son precisamente
estas habilidades las que posiblemente permitan que Judy termine
alcanzando una posición destacada en cualquiera de los
campos en los que tengan importancia las «habilidades
personales
» (como las ventas, la gestión
empresarial o la diplomacia).

La brillantez social de Judy -por no decir nada de su
precocidad- se ha podido descubrir gracias a que era alumna de la
Escuela Infantil Eliot-Pearson -una escuela sita en el campus de
la Universidad de Tufts- en la que se lleva a cabo el Proyecto
Spectrum, un programa de estudios que se dedica deliberadamente
al cultivo de los diferentes tipos de inteligencia. El Proyecto
Spectrum reconoce que el repertorio de habilidades del ser humano
va mucho más allá de «las tres
erres
» (Expresión que se refiere a la triple
habilidad de lectura -read-, escritura -write– y cálculo,
-(a)rithmetic-, que constituyen el fundamento tradicional de la
educación primaria.) que delimitan la estrecha franja de
habilidades verbales y aritméticas en la que se centra la
educación tradicional. El programa en cuestión
reconoce también que una habilidad tal como la
sensibilidad social de Judy constituye un tipo de talento que la
educación debiera promover en lugar de limitarse a
ignorarlo e incluso a reprimirlo. Para que la escuela proporcione
una educación en las habilidades de la vida es necesario
alentar a los niños a desarrollar todo su amplio abanico
de potencialidades y animarles a sentirse satisfechos con lo que
hacen.

La figura inspiradora del Proyecto Spectrum es Howard
Gardner, psicólogo de la Facultad de Pedagogía de
Harvard que, en cierta ocasión, me dijo: «ha
llegado ya el momento de ampliar nuestra noción de
talento. La contribución más evidente que el
sistema educativo puede hacer al desarrollo del niño
consiste en ayudarle a encontrar una parcela en la que sus
facultades personales puedan aprovecharse plenamente y en la que
se sientan satisfechos y preparados. Sin embargo, hemos perdido
completamente de vista este objetivo y, en su lugar,
constreñimos por igual a todas las personas a un estilo
educativo que, en el mejor de los casos, les proporcionará
una excelente preparación para convertirse en profesores
universitarios. Y nos dedicamos a evaluar la trayectoria vital de
una persona en función del grado de ajuste a un modelo de
éxito estrecho y preconcebido. Deberíamos invertir
menos tiempo en clasificar a los niños y ayudarles
más a identificar y a cultivar sus habilidades y sus dones
naturales. Existen miles de formas de alcanzar el éxito y
multitud de habilidades diferentes que pueden ayudamos a
conseguirlo
»: Si hay una persona que comprende las
limitaciones inherentes al antiguo modo de concebir la
inteligencia, ése es Gardner, que no deja de insistir en
que los días de gloria del CI han llegado a su fin. El
creador del test de papel y lápiz para la
determinación del CI fue un psicólogo de Stanford,
llamado Lewis Terman, durante la 1ª Guerra Mundial, cuando
dos millones de varones norteamericanos fueron clasificados
mediante la primera aplicación masiva de este test. Esto
condujo a varias décadas de lo que Gardner denomina
«el pensamiento CI», un tipo de pensamiento
según el cual «la gente es inteligente o no lo
es, la inteligencia es un dato innato (y no hay mucho que podamos
hacer, a este respecto, por cambiar las cosas) y existen pruebas
psicológicas para discriminar entre ambos grupos. Por su
parte, el test SAT que se realiza para entrar en la universidad
se basa en el mismo principio de que una prueba de aptitud sirve
para determinar el futuro. Esa forma de pensar impregna a toda
nuestra sociedad
».

El influyente libro de Gardner Frames of Mmd
constituye un auténtico manifiesto que refuta «el
pensamiento Cl». En este libro, Gardner afirma que no
sólo no existe un único y monolítico tipo de
inteligencia que resulte esencial para el éxito en la vida
sino que, en realidad, existe un amplio abanico de no menos de
siete variedades distintas de inteligencia. Entre ellas, Gardner
enumera los dos tipos de inteligencia académica (es decir,
la capacidad verbal y la aptitud
lógico-matemática); la capacidad espacial propia de
los arquitectos o de los artistas en general; el talento
kinestésico manifiesto en la fluidez y la gracia corporal
de Martha Graham o de Magic Johnson; las dotes musicales de
Mozart o de YoYo Ma, y dos cualidades más a las que coloca
bajo el epígrafe de «inteligencias
personales
»: la inteligencia interpersonal (propia
de un gran terapeuta como Carl Rogers o de un líder de
fama mundial como Martin Luther King jr.) y la inteligencia
«intrapsiquica» que demuestran las
brillantes intuiciones de Sigmund Freud o, más
modestamente, la satisfacción interna que experimenta
cualquiera de nosotros cuando nuestra vida se halla en
armonía con nuestros sentimientos.

El concepto operativo de esta visión plural de la
inteligencia es el de multiplicidad. Así, el modelo de
Gardner abre un camino que trasciende con mucho el modelo
aceptado del Cl como un factor único e inalterable.
Gardner reconoce que los tests que nos esclavizaron cuando
íbamos a la escuela -desde las pruebas de selección
utilizadas para discriminar entre los estudiantes que pueden
acceder a la universidad y aquéllos otros que son
orientados hacia las escuelas de formación profesional,
hasta el SAT (que sirve para determinar a qué universidad
puede acceder un determinado alumno, si es que puede acceder a
alguna)- se basan en una noción restringida de la
inteligencia que no tiene en cuenta el amplio abanico de
habilidades y destrezas que son mucho más decisivas para
la vida que el CI.

Gardner es perfectamente consciente de que el
número siete es un número completamente arbitrario
y de que no existe, por tanto, un número mágico
concreto que pueda dar cuenta de la amplia diversidad de
inteligencias de que goza el ser humano. A la vista de ello,
Gardner y sus colegas ampliaron esta lista inicial hasta llegar a
incluir veinte clases diferentes de inteligencia. La
inteligencia interpersonal, por ejemplo, fue subdividida
en cuatro habilidades diferentes, el liderazgo, la aptitud de
establecer relaciones y mantener las amistades, la capacidad de
solucionar conflictos y la habilidad para el análisis
social (tan admirablemente representada por Judy. la niña
de cuatro años de la que hemos hablado antes).

Esta visión multidimensional de la inteligencia
nos brinda una imagen mucho más rica de la capacidad y del
potencial de éxito de un niño que la que nos ofrece
el CI. Cuando los alumnos de Spectrum fueron evaluados en
función de la escala de inteligencia de Stanford-Binet
(uno de los test más utilizados para la
determinación del CI) y en función de otro conjunto
de pruebas específicamente diseñadas para valorar
el amplio espectro de inteligencias de Gardner, no
apareció ninguna relación significativa entre ambos
resultados. Los cinco niños que obtuvieron las
puntuaciones más elevadas del CI (entre 125 y 1 33)
evidenciaron una amplia diversidad de perfiles en las diez
áreas cuantificadas por el test de Spectrum. En este
sentido, por ejemplo, uno de los cinco niños
«más inteligentes» -según los
parámetros del CI- mostraba una habilidad especial en tres
de las áreas (medidas por la prueba de Spectrum), otros
tres tenían aptitudes especiales vinculadas con dos de
ellas y el último de los niños más
«inteligentes» sólo destacaba en una de las
habilidades consideradas por la clasificación de Spectrum.
Además, estas áreas se hallaban dispersas: cuatro
de las habilidades de estos niños tenían que ver
con la música, dos con las artes visuales, otra con la
comprensión social, una con la lógica y dos con el
lenguaje. Ninguno de los cinco muchachos
«inteligentes» mencionados demostró la menor
habilidad especial en el movimiento, la aritmética o la
mecánica. En realidad, dos de ellos presentaban serias
deficiencias en las áreas de movimiento y
aritmética.

La conclusión de Gardner es que «la
escala de inteligencia de Stant Ord Binet no sirve para
pronosticar el éxito en el rendimiento de un subconjunto
coherente de las actividades señaladas por
Spectrum
». Por otra parte, las puntuaciones obtenidas
por los tests de Spectrum proporcionan a padres y profesores una
guía muy esclarecedora sobre aquéllas áreas
en las que los niños se interesarán de manera
natural y aquellas otras con las que, por el contrario, nunca
llegarán a entusiasmarse lo suficiente como para
transformar una simple destreza en una auténtica
maestría.

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